Al empezar una partida de ajedrez sabemos que no habrá ningún movimiento fortuito que afecte a nuestras posibilidades de ganar o perder ya que éste es el arte de definir un plan de acción a largo plazo, una visión general que marque la diferencia. En definitiva, el arte de diseñar una estrategia.
Pero, ¿qué pasaría si, de repente, las reglas del juego, que hasta ahora eran inmutables, cambiaran durante el curso de una partida? Ya no habría estrategia posible, porque ésta se basaría inevitablemente en supuestos que ya no serían ciertos cuando se implementara. Esta circunstancia, si bien parece poco probable en el ajedrez, en el mundo de los negocios es precisamente lo que está sucediendo.
Cuando la tasa de cambio es baja, nuestra capacidad de previsión es suficiente y la planificación estratégica, es decir, la idea de poder implementar acciones con consecuencias determinables a largo plazo, es absolutamente sensata. Sin embargo, cuando todo cambia de manera impredecible, parece que el esfuerzo se reduzca a un mero intento de predecir el futuro. Y nadie tiene la bola de cristal.
Un cambio sin precedentes
En estos años de transformación digital, estamos asistiendo a una tasa de cambio sin precedentes. La estrategia pierde fuerza y se vuelve clave la capacidad de la organización para interpretar los estímulos externos y adaptarse a ellos muy rápidamente, la capacidade de estrategizar constantemente. Para lograrlo, hace falta una cultura corporativa solida y adecuada.
Kasparov considera el ajedrez un talento para controlar elementos no relacionados: “Es como controlar el caos”. La cultura corporativa, precisamente, es lo que frena la entropía del sistema porque determina cómo las personas trabajan, interactúan y colaboran; es decir, cómo se enfrentan al cambio y se mantienen alineadas.
Una cultura evolutiva marca la diferencia entre una organización-dinosaurio, centrada en la planificación a largo plazo, sin enterarse del meteorito que se le viene encima, y aquella que sabe adaptarse y prosperar en condiciones radicalmente diferentes.
Por supuesto, una cultura no es un plan que se pueda modificar con unas pocas diapositivas. Está formada por la estratificación de comportamientos y acciones, lógicas y posiciones de poder alimentadas durante muchos años. Su transformación es un hueso muy duro de roer y, cuanto más larga sea la historia de una empresa, más compleja y difícil de cambiar será su cultura. Sin embargo, tenemos una clave: las personas.
La cultura corporativa influye en el comportamiento diario de las personas, así que, para intervenir en ella, podemos intentar modificar esos comportamientos. Es un proceso paulatino, en el que es primordial evidenciar la conveniencia de adoptar esos nuevos hábitos. Porque nadie cambia, si no entiende que le conviene, pero, si respetando la curva de aprendizaje de cada persona, logramos modificar comportamientos cotidianos, habremos dado un paso importante. Porque estos comportamientos se extenderán por toda la empresa y cambiarán su cultura.
La primacía del talento
Las organizaciones que resisten son aquellas que continúan reinventándose. Han sobrevivido a muchos ciclos de cambio al percibir las tendencias emergentes, tomando riesgos, innovando y adaptando continuamente sus modelos de negocio. Para hacerlo, no es suficiente invertir en nuevas tecnologías, hace falta abordar la cuestión del talento, el elemento que, más que cualquier otro, nos permite explotar estas herramientas.
No en vano, en las protagonistas de nuestra época, las startups, priman los talentos y las metodologías ágiles para favorecer la experimentación. Ésta es su cultura. Las grandes organizaciones deben aprender de ellas; aceptar que la innovaciónya no es monopolio de un departamento y crear una cultura en la que los individuos puedan ejercer el espíritu empresarial, a la vez que trabajar para un propósito común dentro de un marco bien definido. Establecerse y a la vez innovar es posible, si se apuesta por el talento.
Los profesionales necesitan nuevas habilidades, como la capacidad de trabajar en redes, de comunicarse a través de máquinas o con las máquinas, pero, antes que nada, deben cambiar sus patrones mentales. Las relaciones interpersonales son el activo principal de este escenario. Si brindamos a las personas con talento oportunidades y un entorno para aprovechar al máximo su potencial, podemos crear una cultura donde las personas prosperan y, con ellas, las organizaciones.
La creación de este sustrato cultural inclinado hacia el cambio es el terreno donde RRHH puede y debe desempeñar un papel decisivo, en concreto, en la selección, crecimiento y conservación de los mejores talentos. Las empresas deben identificar las áreas donde actuar como agentes de cambio, invertir en programas de formación y reclutar talentos con habilidades tecnológicas y, sobre todo, colaborativas, emocionales y creativas. Porque hoy todo puede ser copiado. Todo, menos la originalidad.
El enfoque debe ser sistémico, amplio e integrado, y el rol del liderazgo es definir el camino y acompañar en él. De lo contrario, el riesgo es proceder de una manera emocional, seducidos por la tecnología pero sin cambiar lo esencial en la cultura. En un período de disrupción como el que estamos experimentando, no se puede ejercer el liderazgo proporcionando indicaciones claras, sino creando las mejores condiciones para que las personas experimenten, reflexionen y consoliden las lecciones aprendidas de la experiencia.
En resumen, los líderes deben proporcionar una visión, más que instrucciones precisas. Deben asignar los recursos necesarios, más que hacer evaluaciones. Y, sobre todo, deben crear situaciones en las que los empleados estén satisfechos con hacer su trabajo y no solo con los resultados obtenidos.
Vivimos en la economía de la creatividad, donde el ser humano ocupa el centro de la ecuación. Y la cultura organizativa atañe a la naturaleza misma de los seres humanos, que están hechos de espíritu creativo y una propensión innata a la sociabilidad. Por tanto, en este partido de ajedrez con el futuro, aún más debemos apostar por las personas.
Publicado por IDEARIUM – Blog de Esade en Cinco Días