Los hábitos son como un espejo en el que nos reconocemos. Desde un punto de vista neurológico, el hábito indica que algunos circuitos nerviosos se han fortalecido debido a las repeticiones a las que han sido sometidos, con el resultado de que sus conexiones sinápticas se han vuelto más estables y efectivas; por lo tanto, se puede concluir que el hábito es parte del aprendizaje. Aristóteles ya escribió «somos nuestros hábitos», concepto que implica que nosotros también nos percibimos a partir de nuestros hábitos.
Los hábitos, en este sentido, no son negativos ni un obstáculo para el crecimiento, a menos que no querer que lo sean. Podría decirse que el hábito es un camino hacia la automatización o robotización del sistema nervioso, una estrategia de economía y eficiencia de la actividad cerebral dirigida a asegurar y consolidar conductas que se consideren adecuadas o incluso necesarias. Es el conjunto de las funciones cerebrales organizadas para el éxito social o la seguridad.
Por otro lado, si es cierto que “el estrés crónico es la nueva normalidad”, como gritaba hace un tiempo un titular de Forbes, los hábitos son sin duda un escudo contra el agotamiento impuesto por la curva de aprendizaje infinita que caracteriza al mundo BANI. Todo va bien mientras tengamos el control de nuestro destino, desafortunadamente (o afortunadamente), sin embargo, los cambios vienen cada vez más a menudo y más rápido, incluso si hacemos todo lo posible para evitarlos.
El agobio aumenta a medida que pasamos de una crisis a otra, mientras intentamos seguir el ritmo del cambio, sin darnos cuenta de que es una carrera imposible. De hecho, el estrés prospera cuando existe un desequilibrio entre las demandas que recibimos y los recursos que tenemos a nuestra disposición para satisfacerlas. Cuando nuestros recursos se ven abrumados durante semanas o meses, experimentamos estrés crónico, lo que agota las energías, desata emociones negativas y reduce la productividad: lo que los angloparlantes llaman burnout.
Cuando nuestros cuerpos se llenan de hormonas del estrés, especialmente el cortisol, se compromete nuestra capacidad para responder rápidamente a las amenazas, incluso cuando más lo necesitamos. El precio que pagamos es significativo. Altos niveles de cortisol mantenidos durante mucho tiempo pueden producir la pérdida de la memoria a largo plazo, dañar nuestra atención y el funcionamiento ejecutivo. Nos volvemos ansiosos y nuestra flexibilidad cognitiva se atrofia. Empezamos a descartar nuevas ideas en un intento equivocado de protegernos y entramos en un estado de autodefensa permanente: si hay suerte, nos encerramos en la zona de confort del hábito, si no, renunciamos.
Cada vez más organizaciones invierten en salud mental y resiliencia del personal, junto con programas de autoconciencia y meditación. Sin embargo, las tiritas no curan el agujero de un balazo: es poco probable que resulte efectivo apostar por soportar el bienestar individual, sin abordar el origen de estos mayores niveles de estrés. No es de extrañar, por tanto, que el fenómeno de las dimisiones masivas en Europa y Estados Unidos se esté consolidando, demostrando que no se trata de algo pasajero ligado al trauma de la pandemia.
Hasta hace unos años, las entrevistas acababan con un “ya te llamaremos” dicho por el reclutador, mientras que hoy terminan con un “gracias por la oferta de trabajo, ya os llamaré” dicho por el candidato. Ha comenzado una era en la que los empleados (al menos los altamente cualificados) eligen sus trabajos, con un enfoque diferente hacia el tiempo y la vida, algo que es más evidente en los menores de 40 años, muy potente en los menores de 30 y abrumador para las siguientes generaciones.
No es sólo una cuestión de salarios o de avances de carrera, sino que es una mezcla compleja de factores que nos interrogan sobre el sentido mismo del trabajo, así como sobre las perspectivas y las consecuencias económicas y sociales que de ello se derivan. Sobre todo, supone un gran interrogante sobre la vida de las empresas, porque las renuncias repentinas provocan la pérdida de talento clave, la reducción de la productividad y el aumento del gasto para capacitar a los nuevos empleados, que por cierto son muy difíciles de encontrar.
Solo el 33 por ciento de los empleados se siente completamente comprometido con el trabajo, según el State of the Global Workforce: 2022 Report de Gallup. La australiana Wendy Syfret, autora del libro The Sunny Nihilist: A Declaration of the Pleasure of Pointlessness, habla de nihilismo «solar» o «consciente» en el lugar de trabajo: más que la escalada corporativa, lo que cuenta hoy es el valor real del trabajo, es decir, el conjunto de efectos tangibles que esto produce: desde las habilidades que se desarrollan hasta la salvaguardia del bienestar mental.
Para los Z, en particular, tiene más sentido invertir tiempo en sí mismos que en un trabajo, el cual debe ser un medio para su crecimiento personal y no un fin o una simple herramienta para ganarse un sueldo. Es la reacción opuesta a la que lleva a refugiarse en los hábitos y rechazar el cambio. El síndrome YOLO (You Only Live Once), que también es una tendencia cultural, anima a las personas a tomar riesgos y seguir sus sueños, incluso si eso significa renunciar a un empleo.
Es una revolución cultural en torno al valor del trabajo y el peso que se da, especialmente entre las generaciones más jóvenes, a la calidad de vida. Después de todo, el largo y forzado aprendizaje a la flexibilidad y la precariedad ha sido interiorizado por los menores de 40 años y, una vez entendido que un trabajo no es para siempre, ya saben que también se puede cambiar por elección propia. Conocen las reglas del juego, y ahora las usan a su favor.
Sin duda las personas renuncian a sus trabajos también por la falta de satisfacción profesional, pero el primer componente es la frustración personal, humana, la imposibilidad de compaginar la vida privada con la laboral, de ocupar un espacio y crecer dentro de las organizaciones, la falta de perspectivas, y el trabajar en un ambiente poco o nada estimulante y colaborativo.
La autorrealización, un tiempo asociada con la aceleración de carrera y la adquisición de estatus, cada vez depende más de cómo nos sentimos con nosotros mismos. No hay melancolía en ese sentimiento de aparente decrecimiento profesional, al contrario, es una sensación liberadora por la posibilidad de decir algún «no». No a los compromisos insatisfactorios, no al agotamiento sin sentido ni perspectiva. Si antaño la ambición se consideraba una virtud, hoy ya no lo es, no en absoluto, por lo menos.
Esta nueva postura no tiene que ver con la holgazanería, sino que es un signo de una madurez profunda que rehúye del sentido de culpabilidad típico de las generaciones anteriores. Aunque los vales de comida, las guarderías y los seguros siguen siendo indispensables, ya no son suficientes. Debemos salir del contexto meramente retributivo (que eso no valga de excusa para congelar los salarios), y entrar en el terreno del compromiso y la participación. Necesitamos hablar más de personas, sentimientos e inclinaciones, y menos de trabajadores, incentivos y tareas.