En un interesante artículo publicado para Esade Do Better, Kate Barasz expone sus estudios que investigan cuándo y por qué las personas, a veces, preferimos las malas noticias. Su hipótesis, elaborada junto con Serena Hagerty de la Harvard Business School, es que las malas noticias nos facilitan porque, de alguna manera, nos permiten eludir la responsabilidad de decisiones subjetivamente difíciles. Sin duda, es una teoría fascinante que involucra los mecanismos inconscientes de toma de decisiones puestos en práctica por nuestro cerebro.
A lo largo de la evolución hemos desarrollado una propensión para detectar los vínculos de causa y efecto entre elementos cercanos en el tiempo o el espacio. Si ocurre algo e inmediatamente después sucede otra cosa, en unos segundos, llegamos a pensar que lo primero ha sido causa de lo segundo. Y tomamos decisiones rápidas en consecuencia. Esta habilidad ha resultado fundamental para la supervivencia de nuestra especie, ya que nos permite evitar eventos potencialmente peligrosos.
La rapidez con la que tomamos estas decisiones instintivas, como la de huir cuando escuchamos un ruido en el bosque, mucho antes de identificar de dónde viene, es perfecta siempre y cuando haya pocos elementos involucrados, pero cuando el escenario se complica, ya no es suficiente, incluso puede ser dañina.
Sabemos que cuanto más complicadas son las opciones disponibles, más esfuerzo se necesita para encontrar una respuesta adecuada. Nuestro cerebro, sin embargo, está diseñado para ahorrar energía. Incluso si no dispone de toda la información, prefiere elegir rápidamente. Para ello, utiliza atajos mentales (llamados heurísticas), que permiten ahorrar tiempo y esfuerzo en las elecciones simples, pero que pueden convertirse en trampas mentales, o sesgos cognitivos, cuando las decisiones se insertan en un contexto más complejo.
Daniel Kahneman y Amos Tversky, en el intento de explicar algunas de las decisiones ‘irracionales´ que caracterizan al ser humano, imaginaron la existencia de dos sistemas de pensamiento: el primero es rápido, instintivo y emocional; se basa en el uso de heurísticas para evaluar rápidamente una determinada situación. El segundo, en cambio, es lento, lógico y racional; requiere más esfuerzo, pero es menos probable que sufra de sesgos cognitivos. Entra en juego con decisiones como comprar productos modificados genéticamente, donar órganos, vacunarse o estar a favor de la energía nuclear.
Por lo general, los sesgos cognitivos ganan peso cuando nos encontramos en un marcado estado emocional, con prisa o sufrimos la presión social para tomar una decisión. Pero también pueden influir en el pensamiento cotidiano e incluso en la toma de decisiones complejas, si no somos conscientes de las trampas que nos pone a diario nuestro cerebro.
Imaginemos un juego en el que hay dos opciones:
A- Perder 100 €
B- Lanzar una moneda y perder 200 € si sale cara o nada si sale cruz
¿Cuál elegirías?
Y si, en cambio, las dos opciones fueran:
A- Ganar 100 €
B- Lanzar una moneda y ganar 200 € si sale cara o nada si sale cruz.
¿Cómo cambiaría tu elección?
En una serie de estudios de la British Columbia y de Stanford, se hicieron preguntas como éstas a varios voluntarios. Las soluciones eran lógicamente equivalentes, pero en un caso enfatizaban la posibilidad de ganar y en el otro la de perder. Los resultados indicaron que, para los seres humanos, los riesgos no son todos iguales. La posibilidad de perder es mucho más aterradora de lo que nos ilusiona la posibilidad de ganar.
Incluso si las probabilidades de ganar de las dos opciones son iguales, estamos dispuestos a arriesgar más para no perder. Es la llamada aversión a la pérdida, una trampa mental que nos lleva a evaluar el riesgo de manera diferente en función de si sus consecuencias se ven en términos de pérdida o de ganancia. Ante la posibilidad de grandes pérdidas, incluso las personas que normalmente no están dispuestas a correr riesgos toman decisiones más arriesgadas para evitar las consecuencias negativas.
Por ejemplo, para algunas personas la posibilidad (incluso muy recóndita) de que exista un vínculo entre una vacuna y un posible efecto secundario grave supone un escenario de pérdida tan negativo que están dispuestas a arriesgarlo todo, incluso a enfermarse, para evitarlo. Varios estudios en el campo psicológico, como los citados de Kate Barasz, han demostrado que incluso no actuar es, a menudo, una opción preferible, porque parece liberarnos de la responsabilidad. Pero no decidir también es una decisión.
Otro sesgo que complica la toma de decisiones es la heurística de la disponibilidad, la tendencia a estimar la posibilidad de que ocurra un evento a partir de la información que recordamos con mayor facilidad. Lo cual está ligado a la calidad y cantidad de noticias que circulan sobre ese tema, y se fortalece en combinación con el sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a buscar activamente información que confirma nuestras convicciones. Un mecanismo que ha encontrado terreno fértil en el flujo de noticias personalizado basado en los algoritmos.
En el mundo empresarial, el sesgo de autoconfirmación, por el que se ignora cualquier opción contraria a la propia, y el sesgo de supervivencia, que describe la tendencia a centrarse solo en proyectos o personas que tuvieron éxito, son generalizados y dañinos. Un ejemplo proviene de la historia militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, el estadístico Abraham Wald trabajó para el ejército de los EE.UU. con el propósito de averiguar dónde reforzar los aviones para evitar los derribos.
Los esfuerzos iniciales no tuvieron éxito porque los militares habían decidido reforzar las partes donde los aviones habían sido golpeados. Pero el problema era que consideraban solo los aviones que habían regresado. En cambio, de los derribados no era posible extraer datos. Así, Wald propuso reforzar las partes de los aviones supervivientes que no habían sido alcanzadas, ya que, con toda probabilidad, esos eran los lugares donde los aviones derribados habían sido dañados. La brillante observación de Wald resultó ser correcta.
Varios estudios han demostrado que considerar activamente el punto de vista opuesto al propio (escuchando o exponiéndose a información desde una perspectiva diferente) puede ser una estrategia extremadamente útil para superar posiciones basadas en prejuicios. Otras investigaciones han indicado la importancia de planificar de antemano la estrategia para tomar una decisión, y programar paso a paso los movimientos que deben conducir a ella. En el proceso, recibir feedback externos permite tomar menos decisiones ‘irracionales’.
El efecto práctico de los sesgos cognitivos no debe subestimarse, ya que puede influir en las decisiones más diversas: desde las cotidianas, en el supermercado, hasta las de supervivencia, en el ámbito médico, por ejemplo. Pero también afectan a las de gestión empresarial y de personas, como en el manejo de los conflictos. Las decisiones complejas requieren racionalidad, apertura mental y tiempo. No deben eternizarse, pero tampoco debemos pretender decidir con la velocidad de un árbitro de fútbol. Si nos equivocamos, y nos equivocamos, no tendremos ningún VAR al que recurrir.