Homo Technologicus, la era de la hibridación humano-máquina nos obliga a repensar qué significa ser humanos

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Brett Jordan en Unsplash

La paradoja de los caballos de Leontief habla de cuando la población de caballos en los EE.UU. en la segunda mitad del siglo XIX era de unos 70 millones, frente a unos 150 millones de personas. Los animales eran los encargados de realizar los trabajos más pesados: tirar del arado, mover las muelas, troncos, etc. En 1960 la población humana había crecido en otros 100 millones mientras que la de los caballos no superaba los tres millones de ejemplares, sustituidos por el motor de combustión interna.

Hoy lo mismo podría ocurrir con los trabajadores que se dediquen a tareas con escaso contenido intelectual y creativo: sustituidos por la Inteligencia Artificial (IA). Una parte será absorbida por la nueva industria naciente, como ocurrió con los fabricantes de hielo que perdieron su empleo con la llegada del frigorífico y acabaron en la industria de los electrodomésticos. Otros no encontrarán trabajo porque no podrán ni sabrán adaptarse. Estas son las predicciones más compartidas hoy en día.

Sin embargo, con demasiada frecuencia aceptamos este determinismo tecnológico según el cual las tecnologías por sí solas, debido a su configuración técnica, determinan las actividades y el contexto social en el que se insertan: nuestro futuro. Un determinismo que también ha dado lugar a teorías sobre la sustitución del ser humano o su fusión con las máquinas. Para algunos (Donna Haraway, A Cyborg Manifesto), la superación de la condición humana podría ser el camino a seguir para reconstruir la sociedad, las identidades, la sexualidad y todo lo que determina contrastes y fronteras, muros y discriminaciones.

Lo que está claro es que el trabajo y los negocios se transformarán hasta el punto de resultar irreconocibles, pero un hipotético viajero en le tiempo también podría sorprenderse por el hecho de que los seres humanos se habrán vuelto aún más humanos. Privado del componente agotador, como los caballos de Leontief, el trabajador del futuro se dedicará a desarrollar las características que lo hacen humano como la comunicación, la relacionalidad, la empatía. La supuesta deshumanización del trabajo podría traer consigo un nuevo humanismo entendido como la exaltación del valor y la dignidad humana. O, al menos, eso es lo que deberíamos esperar en un momento de evidente desorientación.

De hecho, las crónicas del nuevo milenio son bastante esquizofrénicas. Economistas y programadores nos advierten de la necesidad de abrazar las nuevas tecnologías, porque sólo ellas nos permitirán superar grandes desafíos como el cambio climático o las crisis sanitarias y económicas. Por otro lado, los periódicos y la televisión nos recuerdan cada día la inminente catástrofe causada por las nuevas tecnologías: Facebook (y similares) nos ha robado el alma, mientras que los robots nos robarán el cuerpo, es decir, nuestro trabajo. Más que confiar en un nuevo humanismo, se difunde el miedo a la pérdida de autodeterminación. No solo no sabemos exactamente qué es una máquina, cada vez más parecida a nosotros, sino que ya no sabemos quiénes somos y si seguimos siendo dueños de nuestras vidas.

El frenético desarrollo tecnológico no ayuda a contener el pánico: si en el pasado la innovación dejaba el tiempo de acostumbrarse a ella, ahora todo llega demasiado rápido. Al contrario de lo que ocurrió con los caballos de Leontief, la población de teléfonos inteligentes ha superado numéricamente a la población humana. Estamos creando un entorno basado exclusivamente en la racionalidad y la eficacia, quizás más adecuado para las máquinas que para los humanos. Un ejemplo de ello son las herramientas de la Nudge Society (la sociedad del empujoncito), que a través de dispositivos tecnológicos -capaces de monitorear nuestros comportamientos- nos incita a adoptar conductas consideradas racionales: hacer más actividad física, no procrastinar en nuestros compromisos, trabajar más duro. Todo ello con el palo de las reprimendas digitales y la zanahoria de las recompensas.

Conversamos con chatbots, compramos usando asistentes de voz, sin embargo, Alexa o Siri no pueden entendernos realmente, al menos por ahora. Somos nosotros quienes, aprovechando la elasticidad de la mente humana, hemos aprendido a dirigirnos a la máquina de forma esquemática, siempre igual, desprovista de esos tics y ambigüedades que distinguen el lenguaje humano. Lo que hace posible el intercambio es el hecho de que estamos aprendiendo a hablar como una máquina. En cierto modo, Alexa nos está entrenando.

Lo mismo ocurre con los procesos de gamificación que se están extendiendo en el mundo del trabajo: pueden ser muy útiles pero con la excusa de hacer la jornada laboral más ‘atractiva’, a veces los empleados acaban sometidos a un seguimiento constante que les da puntuaciones y transforma el trabajo en una competición con sus compañeros. Esto empuja hacia un comportamiento mensurable, predecible y constantemente repetido. Un modelo que podríamos denominar taylorismo 4.0, que diluye mucho el valor de la cooperación y el pensamiento a largo plazo para fomentar, en cambio, la competencia y la persecución de objetivos a muy corto plazo. Y eso, una vez más, obliga a los seres humanos a comportarse como máquinas.

Una era de grandes cambios siempre trae consigo el rechazo al cambio. Todo surge del miedo a perder el control sobre la realidad cada vez más compleja que nos rodea y que evoluciona tan rápido. ¿Puede esta progresiva hibridación y simbiosis entre humanos y máquinas tener consecuencias en la identidad humana? ¿Lejos de vivir un nuevo humanismo ya no seremos la misma criatura? Para contestar, primero deberíamos entender qué es humano, qué nos distingue y caracteriza.

La tecnológica es una evolución (más que una revolución) y debe ser guiada, no temida. El Homo sapiens siempre ha sido también homo technologicus, ahora como hace un millón de años. La humanidad se ha distinguido del resto de los animales precisamente por la capacidad de aumentar las posibilidades de su cuerpo con instrumentación técnica, con la que ha mejorado primero la vista, el oído, la marcha, luego ha controlado el espacio y el tiempo, finalmente ha fortalecido la memoria y la capacidad de cálculo.

La categoría de ‘inteligencia artificial centrada en el ser humano’, que parece constituir una interpretación prometedora para abordar éstas y muchas otras cuestiones ético-antropológicas, pasa por el desarrollo de tecnologías llamadas human-friendly. Ya hay bastantes universidades y empresas que han adoptado este enfoque en sus centros de investigación y estrategias corporativas (incluida la Universidad de Stanford en colaboración con IBM).

Con alta seguridad podemos afirmar que no somos ni nos estamos convirtiendo en una nueva especie. La naturaleza humana no es otra cosa que una extraordinaria predisposición a la variedad y a la adaptación y lo que ha cambiado es la aceleración del proceso de cambio. Para hacerle frente es fundamental aceptar y gestionar la diversidad, las personas, los grupos, abrazar lo diferente, evolucionar intelectual y espiritualmente, porque la ausencia de diversificación nos hace vulnerables y nos lleva a la extinción. En resumen, la pregunta no debería ser: ¿seguiremos siendo humanos? sino ¿cómo podemos ser mejores humanos?