Hace unas semanas, Google University anunció la creación de cursos con certificación final del título en analista de datos, gerente de proyectos y diseñador de experiencia de usuario (UX), que se podrán obtener en tan solo seis meses de estudio por 300 dólares. Según Big G, en los criterios de recruiting esos títulos serán totalmente comparables a las carreras en Ciencias de la Información, Ingeniería Informática o Ingeniería de Gestión. «En nuestros procesos de selección consideraremos estos nuevos certificados equivalentes a una carrera de cuatro años para puestos relacionados» tuiteó el 13 de julio pasado Kent Walker, vicepresidente senior de asuntos corporativos de Google.
Por tanto, ¿hemos llegado al final de la formación tecnológica de alto nivel? Hay que ir con cuidado. Partamos de un supuesto: Google University no tiene nada que ver con la Universidad, tanto porque su título actualmente no tiene valor legal, como porque es lo más alejado de la formación académica que podamos imaginar. Si buscamos en el propio Google la definición de Google University encontramos que: «fue diseñada para socios de todo el mundo que desean aprender a comercializar, vender, ordenar, implementar y respaldar productos comerciales de manera efectiva».
Es, por tanto, un uso literal, el mismo que se empleaba en la Edad Media, del término universidad: una agregación de todos los que trabajan en torno a Google, cuyo objetivo es crear habilidades útiles para apoyar la venta de los productos de la propia empresa. En esencia, una comunidad de personas que se forma internamente, junto con stakeholders externos, para que la organización crezca y se desarrolle. Una iniciativa valiosa de formación de talento y, sin duda, una extraordinaria demostración de poder y previsión.
La compañía californiana, una vez más, ha sabido leer la realidad y adaptarse a ella, captando una necesidad evidente de la sociedad, especialmente ante la emergencia sanitaria y económica. Google ha reaccionado rápidamente ofreciendo al mercado estadounidense un producto que parece responder exactamente a las necesidades actuales: una solución fácil, barata y (casi) segura para encontrar trabajo. De hecho, se percibe un llamamiento generalizado a evitar que los jóvenes ‘pierdan el tiempo’ con conocimientos que no se pueden transferir inmediatamente en el mundo laboral, especialmente cuando las grandes empresas tecnológicas aseguran que tras seis meses de formación superespecializada, les contratarán.
Sin embargo, esta no es una formación académica ni la reemplaza. Si bien desde muchos ámbitos se denuncia la necesidad de la universidad de agachar la cabeza ante estas nuevas tendencias, y aceptar la incorporación de cursos ‘más fáciles’, orientados exclusivamente a la empleabilidad, ésta no puede ser la única vía para la formación del futuro. No hay duda de que existe una brecha entre muchos programas académicos y las necesidades reales del mercado laboral. Y también es cierto que, sobre todo en lo digital, se necesitan competencias que son cada vez más rápidas de adquirir y que la universidad tiene el deber de responder con su oferta.
No obstante, reducir el tema de la formación a la mera productividad laboral es parte del problema, no la solución. Necesitamos formar a las personas. Si esto no se comprende, tenemos y tendremos un problema aún mayor. La formación académica debe asegurar que al crecimiento de la tekné corresponda un desarrollo igualmente válido de la episteme. De hecho, existe una clara distinción entre adquirir técnicas y adquirir conocimientos.
El desarrollo digital y la creciente proliferación de herramientas de comunicación conectadas a todos los aspectos de nuestra existencia se ha producido sin que se hayan creado al mismo tiempo las condiciones para comprender sus efectos. El dominio tecnológico de todas las formas de información y comunicación, así como la apología de la velocidad y el poder conectivo, contrasta con el lento y agotador tiempo necesario para el desarrollo del pensamiento lógico y la reflexión. El riesgo, por tanto, es reducir la digitalización a un problema tecnológico, ignorando por completo las implicaciones psicosociales de su uso.
En el marco del Foro Económico Mundial, en enero pasado, se habló de ‘reskilling emergency’ como una necesidad para abordar la revolución 4.0. Se prevé para 2030 la participación de al menos mil millones de personas en un proceso orientado a la digitalización. Una fuerte aceleración en este sentido ha llegado de la mano de la emergencia sanitaria y la relacionada crisis económica y social que estamos viviendo, un evento extraordinario que ha hecho que el mundo empezara a (o terminara de) confiar de forma casi mesiánica en el potencial de la revolución digital.
Durante las semanas más duras del confinamiento, y aún en la supuesta ‘nueva normalidad’ o lo que fuere, los expertos del smart working se estremecían al escuchar este concepto para definir formas de simple trabajo a domicilio. Del mismo modo que los profesionales del e-learning no dabamos crédito frente a la improvisación de la formación a distancia de los últimos meses. Todas estas formas torpes de digitalización miraban a la tecnología en lugar de a los procesos. Ahora, por fin, hemos entendido que el desarrollo de una cultura digital no puede esperar más, pero también está claro que todavía no estamos absolutamente preparados para este cambio.
Reducir el discurso relacionado con la formación a la mera productividad laboral, que sin duda es muy importante, no garantiza una visión a largo plazo para la comunidad. Por el contrario, invertir en las personas y su formación sigue siendo uno de los motores fundamentales del desarrollo económico y social. La Sociedad Digital tiene un problema, y es que le falta confianza en la capacidad de la cultura para mantenerse al día con sus evoluciones técnicas y ofrecerle esa visión a largo plazo con la que poner la herramienta en su sitio, dejando el mando del desarrollo de la sociedad física al individuo y no a la tecnología.