«Conviértete en tu propio líder», «Cómo triunfar en la vida», «El secreto para hacer realidad tus sueños»: títulos de este tipo triunfan en las librerías. Gurús y motivadores explican que la receta para sentirse satisfechos y realizados en la vida parte de un ingrediente fundamental: pensar en positivo. Tanto es el éxito de esta idea que se ha traducido en una auténtica escuela de pensamiento, conocida precisamente como ‘positive thinking’.
El estereotipo de la persona positiva que triunfa, alimentado por las redes sociales, se ha convertido en un modelo implícito al que tiende la gran masa de la población. Durante la pandemia el mundo se llenó de mensajes ‘positivos’, como el famoso ‘saldremos mejores’ Lamentablemente, con demasiada frecuencia este positivismo se reduce a la eliminación de pensamientos y sentimientos negativos, lo que impide comprender plenamente los motivos.
Hay quien cree que este enfoque nació con el filósofo Séneca, pero la mayoría sitúa su nacimiento a mediados del siglo XIX, en Estados Unidos, cuando hubo una rebelión contra las ideas calvinistas basadas en la predestinación. Desde entonces, la creencia de poder tener un mayor control sobre nuestro destino estuvo casi siempre orientada a lograr riqueza y éxito a través de la automotivación.
Uno de los autores de mayor éxito en promover los beneficios potenciales del pensamiento positivo es la australiana Rhonda Byrne, cuyo primer best seller – de 2006– es el libro ‘The Secret’, donde promete revelar, precisamente, el secreto para conquistarlo todo: dinero, amor, felicidad, salud. Su receta es muy sencilla: «piensa que puedes hacerlo y que tienes todos los medios que necesitas”.
Hay algo de verdad en ello: una investigación llevada a cabo en el mundo del atletismo ha demostrado cómo los deportistas que se motivan de forma positiva mejoran su rendimiento (aunque no de forma drástica). Por el contrario, los pensamientos negativos son uno de los principales factores que conducen a la ansiedad y la inseguridad. De esto no hay duda.
Más allá del deporte, nos encontramos con un estudio de 2003 que demostró cómo las personas positivas, enérgicas, felices y relajadas corren menos riesgo de enfermarse que aquellas que están deprimidas, nerviosas o enojadas. De hecho, nadie puede negar que una actitud positiva es mejor que una negativa; sin embargo, vender eso como la receta mágica para superar todas las dificultades es una simplificación extrema y casi fraudulenta.
En un experimento realizado por las psicólogas sociales Gabriele Oettingen y Doris Mayer, se pidió a 83 estudiantes alemanes que calificaran su grado de positivismo respecto a su futuro profesional. Dos años más tarde, los psicólogos volvieron a contactar a los mismos estudiantes y descubrieron que aquellos que cultivaban un mayor optimismo en realidad habían recibido menos ofertas de trabajo y conseguido salarios más bajos. Según los investigadores, tener una actitud demasiado positiva y optimista -dar por sentado que podemos conseguir todo lo que queremos- podría quitarnos los estímulos necesarios para alcanzar los objetivos deseados.
Además, si pensar positivamente y adoptar determinadas formas mentales fuera suficiente para superar cualquier dificultad, no lograrlo sería sólo culpa nuestra. Es por eso que muchos psicólogos acusan al pensamiento positivo de toxicidad y de conducir al ‘victim blaming’, imputando a las víctimas toda la responsabilidad de los fracasos o dificultades que enfrentan.
El positivismo tóxico se parece más a una orden que a un consejo, obliga más que inspira. Es la generalización excesiva e ineficaz de un estado de felicidad y optimismo en todas las situaciones. “Todo irá bien”, “Cada evento tiene algo que enseñarte, ¡reacciona!”, «¡Sé positivo! ¡Podría ser peor, piensa en aquellos que tienen peor suerte que tú!”.
Las personas suelen pronunciar este tipo de frases con buenas intenciones (aunque, a veces, simplemente no quieren escuchar el dolor). Sin embargo, lo que hacen es limitarse a poner un filtro rosa en un momento difícil. Al negar la existencia de ciertos sentimientos corremos el riesgo de caer en un estado general de negación. El positivismo tóxico es precisamente la idea de que debemos centrarnos sólo en las emociones positivas, ignorando las partes de nuestra vida que no funcionan. Esto implica varios riesgos:
- Ignorar el daño real. Un estudio sobre violencia doméstica encontró que un sesgo positivo podría llevar a las personas que sufren abuso a subestimar su gravedad y permanecer en relaciones abusivas.
- Menospreciar una pérdida. Una persona que escucha repetidamente mensajes que le dicen que siga adelante o sea feliz puede sentir que a los demás no les importa su pérdida y no sentirse comprendida.
- Aislamiento y estigma. Las personas que se sienten presionadas a sonreír ante la adversidad pueden tener menos probabilidades de buscar apoyo, sentirse aisladas o avergonzadas de sus sentimientos.
- Problemas de comunicación. La positividad tóxica, al incitarnos a centrarnos en los aspectos positivos, alentaría a las personas a ignorar los desafíos en el contexto relacional y, en este sentido, destruiría la comunicación y la capacidad de resolver problemas relacionales.
- Baja autoestima. Dado que la positividad tóxica anima a las personas a ignorar sus emociones negativas, una persona que no puede sentirse positiva puede percibirse inadecuada y fracasada.
Es falso que todo depende de la actitud: hay múltiples factores sobre los que nosotros, a nivel individual, no podemos incidir. Y es aquí donde se cierra el círculo de una mentalidad más compleja -llamada ‘contraste mental’- que aúna la positividad, la capacidad de comprender lo que está más allá de nuestro alcance, la mirada crítica y también la posibilidad de prepararnos para lo peor si, racionalmente, las posibilidades de conseguir lo que se desea son escasas.
Esta mentalidad no niega la utilidad de una actitud positiva, pero no le confiere esas capacidades taumatúrgicas, poco realistas, a veces contraproducentes y desconectadas de la realidad, que el pensamiento positivo -en sus formas más radicales – a menudo sugiere. Lo que importa es cómo reaccionamos ante las experiencias, negativas y positivas. Si nuestro objetivo es ser felices en todo momento, es posible que percibamos las dificultades como obstáculos para nuestro objetivo. Pero si vemos estas emociones como parte de la vida, podemos sentir la necesidad de comprender el motivo de esos sentimientos negativos, y con esto tomar mejores decisiones.
Ésta es la actitud típica del liderazgo antifrágil, basada en tres componentes: control, aceptación y compromiso. El líder antifrágil se centra en las áreas que están bajo su control y que puede utilizar para modificar o explotar a fin de aprovechar una situación. La aceptación permite dejar de luchar frente a lo inevitable y ahorrar energías, mientras que el compromiso es un signo de responsabilidad ante esta situación inesperada. El líder no evita las dificultades ni pierde el tiempo buscando culpables. Enfrenta el evento caótico y busca estrategias para resolverlo o superarlo.
Una característica clave de este liderazgo es la capacidad de construir vínculos fuertes basados en la confianza. Poder contar con otras figuras significativas no sólo nos fortalece, sino que también nos otorga valor y nuevas perspectivas. Por lo tanto, cualquier líder que sepa crear una base sólida de relaciones, apoyo mutuo y equipos de trabajo satisfechos afrontará mejor todas las inevitables adversidades.