
Por Mike Lewinski en Unsplash
Hay personas que logran que los demás las escuchen. No porque griten, ni porque ocupen el cargo de jefe supremo de la galaxia, sino porque sus palabras hacen eco. Resuenan. Y tampoco es que tengan una voz especialmente grave o convincente (aunque eso ayuda), sino porque lo que dicen viene respaldado por algo más sólido: su manera de estar en el mundo. Esa, la credibilidad (lo que en inglés se acerca a la accountability, entendida como coherencia entre lo que se dice y lo que se hace), es la verdadera influencia. Y la influencia no es un megáfono.
Como bien sugiere Raúl Mauricio Alas Alas en su libro “El don de influir” (Ediciones Universidad de Navarra S. A., 2024), esa capacidad no se impone, se cultiva. Por suerte, hace tiempo entendimos que liderar no es mandar, pero ahora toca dar un paso más: aprender que influir no es convencer. No al menos en el sentido tradicional de ganar una discusión o salirse con la suya. Y, desde luego, influir tampoco es manipular.
Robert Cialdini nos enseñó que existen mecanismos psicológicos universales que pueden ser activados por quienes saben cómo hacerlo. Desde la reciprocidad hasta la escasez, pasando por la coherencia, la simpatía, la autoridad y la validación social. En su célebre experimento con el “porque”, Cialdini demostró cómo una palabra puede bastar para obtener el sí. Pero, ¿queremos realmente construir influencia así?
Influir, en clave de liderazgo, tiene más que ver con generar transformaciones sutiles y sostenidas, en las personas y, como ondas de expansión, en las organizaciones y comunidades. Es menos como lanzar una flecha certera y más como sembrar una idea que germina en el otro. Es, al final, provocar que algo cambie, pero casi sin tocar.
Esto implica revisar nuestras herramientas de comunicación y también nuestra postura vital. Porque no se influye desde la técnica, sino desde el carácter, el mensaje y el ejemplo. No es una cuestión de tener respuestas brillantes, sino de tener una presencia coherente. En este sentido, Alas insiste: la influencia nace de lo que somos, no de lo que decimos. Y tiene razón. Todos hemos escuchado discursos que nos han dejado fríos y comentarios improvisados que nos han sacudido. Porque no influye quien habla bonito, sino quien vive alineado. Esa persona que no cambia de rostro según el auditorio. Que no necesita demostrar nada, porque lo que hace ya dice mucho más que sus palabras.
Por eso, el punto de partida no es tanto aprender la técnica de la influencia (hay miles de bizarros tutoriales en YouTube y libros que prometen enseñar en pocos movimientos cómo obtener lo que queremos de las personas), sino el trabajo interior. Conocerse. Aceptarse. Corregirse. Y también, cuando toca, reírse de uno mismo (esto último es especialmente urgente en algunos entornos empresariales donde el ego se infla más que los KPIs). La autenticidad tiene un poder que no se compra ni se finge. Pero se puede aprender.
Una de las claves que propone Alas es transformar el propósito vital en una práctica diaria. Eso sí, sin moralismo ni idealismo estéril. No se trata, de hecho, de predicar ideales, sino de encarnarlos y de hacerlo en consecuencia con nuestras posibilidades. San Pedro no podía exigirse ser Jesús, pero esto no significa que no pudiera ser un modelo y un mentor. Lo cierto es que es fácil hablar de «valores», pero más difícil es reflejarlos cuando estamos estresados, cansados o frustrados. Y sin embargo, ahí es donde se ve al líder, en la capacidad de ponerse objetivos realistas e intentar respetarlos cuando los momentos no son favorables.
No hace falta construir una ONG para tener un impacto. A veces influir consiste en mirar a los demás cuando hablan, en corregir con respeto, en admitir errores en voz alta, en cambiar el tono en un email tenso, o en dar reconocimiento sincero en una reunión gris. Esas pequeñas acciones son semillas que otros recogen. Y tampoco hace falta que nos aplaudan. Basta con que nos imiten, o que hagan suyo el modelo, adaptándolo y, ojalá, incluso mejorándolo. La fórmula propuesta, por tanto, es simple y poderosa: ( coherencia + consistencia ) x convicción. La coherencia genera credibilidad. La consistencia la sostiene. La convicción le da fuerza a ambas.
En un mundo donde todo cambia rápido (aunque a menudo se nos escapa que los cambios reales y profundos se mueven bajo la superficie con un ritmo mucho más lento y un calado mucho más profundo) y las opiniones se adaptan al algoritmo, ser una persona con una voz reconocible (y reconocida) es un acto de rebeldía. ¿Quién influye más? ¿El que tiene miles de seguidores o el que, con una frase breve, te hace repensar tus decisiones?
La influencia no es una cruzada individual. Se multiplica cuando se comparte. De ahí la importancia de rodearse bien, escogiendo aliados que nos desafíen con afecto, colegas con los que podamos hablar sin filtrar, personas que no nos compran todo, pero que estamos seguros que no nos boicotean.
Los líderes influyentes no solo actúan o mandan actuar, sino que generan cultura. Y la cultura no se impone, se respira, se absorbe. En una reunión donde se escucha con respeto, no hace falta poner normas. En un ambiente donde se celebra el error como aprendizaje, no hay que inventarse slogans de «innovación». Los círculos de influencia positiva tienen esa magia: que cambian el clima sin cambiar el termostato.
Finalmente, hay que aprender a comunicar hablando menos y escuchando mejor. Un líder que escucha de verdad (se puede fingir escuchar y muchos lo hacen con cierto éxito) tiene una ventaja competitiva brutal. No solo por lo que aprende, sino porque genera confianza. Escuchar de verdad es mirar con interés, hacer preguntas sinceras, no saltar con consejos prematuros. A veces basta con decir: «entiendo». Y decirlo en serio, no como preámbulo para cambiar de tema. Influir no es hablar más. Es crear espacios donde otros se sientan comprendidos. Porque cuando uno se siente escuchado, baja las defensas. Y cuando bajan las defensas, ocurre lo mágico: la posibilidad de que algo cambie.
Por supuesto, nada de esto es fácil o asumido y practicado de una vez y por todas. Somos humanos, tenemos malos días y no todas las personas nos despiertan las mismas sensaciones, la misma natural empatía ni resuenan con nosotros. Pero debemos construir e integrar un modelo comportamental que sea honesto, aplicable y escalable en todos los contextos de nuestra vida, no solo el laboral. Así, en los momentos en los que nos resulte más complicado responder como es debido, tendremos un andamio que nos sostenga.
Quizás la pregunta que tengamos que hacer y hacernos no es tanto cómo influir, sino para qué. ¿Queremos que nos sigan o que piensen? ¿Queremos formar fans o formar criterio? La influencia, entendida como capacidad de transformar el entorno, es una responsabilidad hacia las personas y hacia la comunidad sobre la cual nuestras acciones tendrán consecuencias.
Por eso, más que construir estrategias para ser más persuasivos, vale la pena preguntarse: ¿estoy viviendo lo que digo? ¿Estoy dejando espacio a los demás para crecer? ¿Estoy generando conversaciones donde pueda aparecer algo nuevo? Hoy, más que nunca, necesitamos líderes capaces de influir sin imponer. Que no confundan liderazgo con mando, ni impacto con ruido. Que construyan relaciones auténticas, culturas sólidas y futuros compartidos, sembrando algo que vale la pena.