
Por Thimo Pedersen en Unsplash
Hay personas con las que basta compartir unos minutos para sentir una conexión inmediata. No hace falta que hablen de grandes cosas; a veces es su manera de mirar, la atención con la que escuchan, esa serenidad que transmiten. Lo que nos atrae no siempre tiene explicación lógica, pero suele estar ligado a algo difícil de fingir: la coherencia entre lo que son, lo que hacen y lo que irradian. Algunos lo llaman carisma, otros magnetismo. Pero detrás de ese efecto hay algo más: la sensación de que esa persona se mueve desde un lugar interno verdadero.
Hace poco, en La Vanguardia Pere Lluís Font, filósofo de 92 años, decía que nunca había trabajado. Lo decía sin ironía: enseñar filosofía fue siempre para él una forma de vivir. Nunca hablaba de éxito ni de reconocimiento. Hablaba de alegría. La de haber encontrado aquello que le hacía sentir vivo. Y no haberlo soltado. Historias así nos invitan a repensar esa idea de que basta con seguir tu pasión para ser feliz. Desafortunadamente, la realidad no es tan lineal y la pasión puede ser efímera, hasta engañosa. Puedes apasionarte por muchas cosas y no destacar en ninguna. O tener talento para algo que no te interesa en absoluto.
La vocación, en cambio, tiene raíces más hondas. No siempre llega como revelación y, a veces, se manifiesta como una incomodidad persistente, una urgencia y una pregunta que insiste: ¿esto es todo? No es solo lo que te gusta hacer, sino lo que te hace sentir tú cuando lo haces. Es esa energía que surge al alinear talentos, valores y conexión con otros. No siempre da dinero, pero casi siempre da sentido.
Una trampa común al buscarla es empezar por lo que nos falta. Lo que no sabemos, lo que deberíamos mejorar. Es un reflejo aprendido: corregir defectos, tapar huecos. Pero hay otro enfoque: empezar por lo que ya está. Por lo que se nos da bien, por esas habilidades que brotan casi sin esfuerzo y que, si entrenadas, se convierten en fortalezas. Esa es la lógica, por ejemplo, del test CliftonStrengths de Gallup: identificar tus talentos dominantes y crecer desde ahí.
El test parte de una idea sencilla pero poderosa: cada persona tiene una configuración única de talentos, y ese perfil es el lugar donde puede crecer más rápido y con mayor profundidad. En vez de invertir años intentando ser medianamente bueno en lo que no te entusiasma, puedes dedicar tu energía a convertirte en excelente en lo que ya haces bien. Tampoco se trata de ignorar nuestras debilidades, sino de dejar de obsesionarnos con ellas y dar prioridad a lo que nos impulsa.
La vocación se construye mejor desde esos núcleos de autenticidad. Si te gusta enseñar pero tu talento está en escuchar, tal vez tu forma de enseñar sea diferente. Si te interesa la salud pero no quieres una carrera médica, quizá tu papel esté en acompañar, comunicar, motivar. No sirve copiar modelos ajenos, sino descubrir cómo puedes hacer a tu manera aquello que da sentido a tu vida. El trabajo con los talentos tiene otra ventaja: refuerza la autoestima de forma realista. No necesitas inventarte, ni impostar un personaje. Solo necesitas observar con atención, recoger los indicios que la vida te ha ido dejando, y organizarlos para que tengan dirección.
Descubrir la vocación no es siempre un camino claro, pero hay señales. Una de ellas: perder la noción del tiempo haciendo algo. Otra: mejorar sin que nadie te lo pida, solo por el gusto de aprender. Por supuesto, también valen los reconocimientos espontáneos de los demás, esos halagos repetidos que revelan talentos que damos por hechos. Pero sobre todo, hay un momento esencial: detenernos y preguntarnos, con honestidad, qué nos da alegría, qué injusticia quisiéramos reparar, qué conversación nos apasiona. Nombrar eso ya es un paso. Porque la vocación más que decisiones drásticas, requiere pequeñas elecciones diarias que nos acerquen a lo que somos.
En los últimos años, ha ganado gran popularidad el modelo del ikigai. Cuatro círculos: lo que amas, lo que sabes hacer, lo que el mundo necesita y por lo que pueden pagarte. En el centro, esa supuesta “razón de ser”. La imagen es atractiva. Invita a imaginar un equilibrio perfecto entre satisfacción personal, impacto social y estabilidad económica. Pero, ¿cuántas personas conoces que vivan realmente en ese centro?
Convertido en eslogan, el ikigai puede generar expectativas poco realistas. La vida no es una figura geométrica y, a veces, lo que amas no paga las facturas. A menudo, lo que sabes hacer no interesa, porque el mundo necesita algo que tú no puedes o no quieres dar. Además, creer que solo un trabajo vocacional merece la pena es una trampa. Los trabajos imperfectos también nos sostienen mientras damos forma a lo que queremos. Por eso, más que un mapa, el ikigai puede ser útil como brújula. Para hacerse buenas preguntas: ¿qué me mueve? ¿Qué hago bien? ¿Qué puedo aportar?
Por otro lado, la vocación no es un punto fijo: es un proceso, una escucha activa y constante de nosotros mismos. Una forma de estar atentos a lo que cambia por fuera y madura por dentro. También existe la creencia de que la vocación es un asunto de juventud, algo que se define en los veinte y dura para siempre. Pero muchas personas descubren con el tiempo que eso no es cierto. Que puede emerger tarde, cambiar o incluso desaparecer sin traicionar quiénes somos o, por lo menos, lo que somos en ese momento.
Hoy, afortunadamente vivimos más y mejor. En Europa y América, crece el número de personas activas entre los 60 y los 80 años. No es solo demografía, es una transformación casi ontológica: se empieza a ver la segunda mitad de la vida como etapa fértil, creativa, con sentido. Durante décadas, de hecho, nos enseñaron un camino lineal: formación, trabajo, jubilación. Hoy ese modelo está obsoleto y muchas personas se reinventan después de los 50, recuperan pasiones, descubren otras, retoman proyectos dormidos. O simplemente encuentran nuevas formas de contribuir.
En ese proceso, la vocación deja de ser una carrera hacia afuera y se convierte en regreso hacia dentro. Ya no se busca reconocimiento, sino coherencia, y los que han vivido mucho, los senior, pueden inspirar, enseñar, acompañar. Y eso también es vocación. Claro que no es fácil. Siempre hay dudas, barreras, prejuicios, pero lo que más limita no es la edad, sino la pérdida de deseo y confianza. Por eso, más que acumular títulos, conviene mantener viva la curiosidad y preguntarse: ¿cómo puedo ser útil hoy, desde lo que soy ahora?
Otra mistificación a combatir es la idea común que tenemos de éxito, que en nuestra cultura se mide en cifras: ingresos, seguidores, visibilidad. De este modo, incluso al hablar de vocación caemos en la trampa de asociarla con una vida perfecta o con ciertos indicadores positivos. Pero hay personas muy vocacionales que nunca fueron famosas ni ricas, y que sin embargo vivieron muy bien. Y eso es porque lo que hacían les daba sentido, aunque nadie los aplaudiera.
Finalmente, hablar de vocación también encierra riesgos si se idealiza el concepto. Cuanto más nos identificamos con lo que hacemos, más fácil es que se difuminen los límites y surjan agotamiento o frustración. Quienes trabajan desde la vocación tienden a darlo todo. Y eso puede pasar factura: el profesor sufre con cada clase difícil, la enfermera con cada dolor, el emprendedor con cada error. La vocación no garantiza plenitud y puede volverse carga si no aprendemos a cuidarnos. Por eso, debemos asegurarnos de que aquello a lo que damos nuestras mejores horas no traicione lo que somos. Si lo conseguimos —aunque nadie lo celebre— ya hemos ganado.