La mayoría de nosotros nos consideramos amables con los demás. Según un estudio británico, el 98 por ciento de las personas se ve más amable que el promedio. Para algunos, la cortesía es diferente de la amabilidad, siendo la primera, en cierto modo, la forma de la segunda, más sustancial. No obstante, los sociólogos no suelen separar los dos conceptos, sino que los fusionan en el de ‘comportamiento prosocial’.
Esta categoría incluye acciones como ayudar a los demás sin pedir nada a cambio o felicitarse con alguien. Pues bien, las investigaciones indican que el comportamiento prosocial promueve la felicidad más que las acciones para procurarse placer personal. Lo contrario también es cierto: una revisión reciente de la literatura académica ha revelado que las personas más felices actúan de manera más prosocial. En última instancia, tenemos buenas razones para ser amables.
Lamentablemente, no siempre lo conseguimos. Imaginemos empezar el día con la intención de ser amables. Sin embargo, en nuestro camino nos cruzamos con alguien capaz de cambiar por completo el tono de nuestro estado de ánimo con unas pocas palabras agresivas. Lo más probable es acabar respondiendo con la misma irritación.
Por el contrario, para asegurarnos de que nuestras buenas intenciones lleguen hasta el final del día, debemos proteger el círculo virtuoso de la amabilidad-felicidad, evitando a los saboteadores, ya sean físicos o virtuales (el mundo online es muy poco amable). En estas situaciones hay que poner a raya el instinto, repitiéndose: «No permitiré que esta persona arruine mi día a el de los que están cerca de mí”.
El círculo virtuoso funciona a nivel individual, pero también puede extenderse a toda una comunidad. Según un artículo publicado en 2022 por la revista científica Plos One, en los últimos veinte años el lenguaje de los titulares de los periódicos ha incrementado los elementos de ira, rechazo, miedo y tristeza. Estas constantes interrupciones del ciclo de la amabilidad-felicidad han contribuido a crear ciudadanos frustrados, predispuestos, entre otras cosas, a apoyar a políticos con estilos de comunicación negativos y tendencias narcisistas.
En cambio, cultivar la amabilidad no solo mejora el nivel de felicidad y satisfacción, sino que también es una condición necesaria para la cooperación, la cual es el resultado de un largo proceso evolutivo que permite que las comunidades funcionen. Sin embargo, no es un proceso tan obvio como se podría pensar. De hecho, las personas que actúan cooperando entre sí obtienen una ventaja mutua, pero también se exponen al riesgo de explotación por parte de quienes se benefician de estas ventajas sin incurrir en ningún coste personal. Un ejemplo típico es el de los impuestos, que sirven para sufragar los servicios utilizados por toda la comunidad: tanto la parte que realmente aporta, como la otra que ‘gorronea’.
Por tanto, en teoría, el comportamiento individual más ventajoso debería ser el del ‘gorrón’, que se beneficia gratuitamente de los recursos colectivos, pero si todos hicieran lo mismo la ventaja de la colaboración se perdería. Cooperar es una decisión favorecida por instituciones, prácticas y normas sociales que impiden esta eventualidad y nos permiten vivir en sociedad: es el resultado de una evolución que a lo largo de miles de años ha hecho de la cooperación estable un comportamiento inteligente por parte de los seres humanos.
Dicho esto, las razones para apostar por la colaboración pueden ser diferentes. Según un estudio de Yale y Harvard, los incentivos para el comportamiento cooperativo que se centran en la reputación suelen ser más efectivos que los económicos. Publicitar el comportamiento cooperativo de las personas, por ejemplo donar sangre, tiende a aumentar su disposición a cooperar más que las recompensas monetarias o de otro tipo.
Los resultados de otra investigación realizada en Alemania muestran que los incentivos económicos tuvieron una eficacia limitada, por ejemplo, en la campaña de vacunación contra el coronavirus. Los incentivos económicos pueden incluso ser contraproducentes: proponer un premio por cooperar podría, de hecho, debilitar la reputación de quienes lo acepten, sugiriendo al grupo que las motivaciones de esa persona están estimuladas por el beneficio personal y no por el bien de la comunidad.
Otro factor que tiende a condicionar la inclinación a cooperar es la información sobre lo que están haciendo los demás. La filósofa de la Universidad de Pensilvania, Cristina Bicchieri, distingue entre ‘expectativas empíricas’, lo que esperamos que hagan los demás, y ‘expectativas normativas’, lo que creemos que los demás piensan que deberíamos hacer. En particular, basándose en varios experimentos, Bicchieri considera que, cuando hay un conflicto entre estos dos tipos de expectativas, las empíricas tienden a ser más influyentes. Decir, por ejemplo, que la mayoría de las personas está tratando de reducir la frecuencia con la que vuela es más efectivo que decirle a la gente que vuele con menos frecuencia.
Varios estudios también indican que los humanos tienden a imitar el comportamiento de los demás aunque ese comportamiento sea minoritario, siempre que haya una tendencia creciente y que se dé a conocer. En una prueba realizada en 2017, los investigadores midieron la cantidad de agua que usaban los participantes para lavarse los dientes. Las personas a las que se les dijo que un número pequeño pero creciente de personas estaba recortando el consumo usaron menos agua que los participantes a quienes solo se les comunicó el porcentaje de personas que habían recortado el consumo de agua.
Cualesquiera que sean las motivaciones, cuando los intereses del individuo y los del grupo están alineados, la colaboración permite lograr resultados considerablemente mejores, aumentando la sensación de satisfacción y confianza mutua. Cooperar, compartir, vivir las relaciones en una perspectiva de intercambio más que de explotación tiene beneficios reales: se aprovecha mejor el talento gracias a una distribución equitativa de los recursos y de las tareas según las posibilidades y las inclinaciones particulares; se logran soluciones más rápidas por la mayor circulación de ideas, fruto de la co-construcción.
Gracias a la colaboración, incluso los fracasos o las adversidades pierden peso, ya que el grupo genera espacios en los que compartir frustraciones y encontrar nuevas respuestas. Formar parte de un sistema y experimentar emociones y sentimientos positivos al respecto, aumenta los niveles de serotonina, endorfinas y hormonas, que mantienen el círculo virtuoso de la amabilidad-felicidad, que está a la base de la predisposición a la cooperación, en un proceso de continua retroalimentación: ser amables ayuda a ser felices y a cooperar, cooperar ayuda a ser amables y felices.
Desafortunadamente, y por mucho que todos sepamos que si se utiliza un solo remo, el barco gira sobre sí mismo, nuestro contexto social y profesional sigue estando muy centrado en el individuo y en el desempeño individual, hasta considerar la cooperación, a menudo, como un riesgo, por el miedo a tener que renunciar a algo.
En efecto, colaborar es un esfuerzo e implica necesariamente la disposición a perder algo: compartir emociones, sentimientos, necesidades, significa ponerlos en manos de otros; compartir habilidades, herramientas, medios, conocimientos significa perder la exclusividad. Cooperar es un juego especial, donde se comparten ganancias y pérdidas; es un compromiso constante por encontrar un acuerdo, un punto de encuentro, renunciando a algo propio para tomar algo del otro, superando la presunción de bastarse a sí mismo para ser feliz.