Walter Faber, el protagonista de ‘Homo Faber’ (1957), una de las novelas más famosas del escritor suizo-alemán Max Frisch, es un ingeniero mecánico. Su visión del mundo es totalmente tecnicista. «No creo en el destino ni en la Providencia», dice el protagonista. «Soy un técnico y, por lo tanto, estoy acostumbrado a calcular probabilidades». Cuando ocurre lo improbable para Faber no sucede nada sobrenatural, no hay misterio ni nada similar. En los eventos que suceden, él no ve más que porcentajes probabilísticos. Todo está bajo control, por lo tanto, no hay razón para el asombro o la emoción.
La mirada aséptica del ingeniero está destinada a desmoronarse gradualmente en el transcurso de la narración. Walter Faber es un personaje emblemático de esa sociedad que tiende a evitar cualquier contacto con el dolor mediante un escudo tecnológico cada vez más espeso y perfeccionado. Un propósito loable, aunque este tipo enfoque tiene efectos calmantes y casi nunca curativos. Algo que nos acaba haciendo más indefensos ante el mal.
Los antiguos griegos sabían que el conocimiento solo madura a través del sufrimiento: pathei mathos. El alma humana debe su profundidad, su grandeza y su fuerza precisamente a su capacidad para vivir el dolor y aprender de él. Una sociedad, como la nuestra, que rechaza y cancela el sufrimiento, también renuncia a la enseñanza que éste le puede dar. En estos días, la gran mayoría de nosotros somos forzados a la clausura, perdidos, preocupados por el futuro. Deberíamos aprovechar la oportunidad para reflexionar en nuestro modelo de desarrollo y, sobre todo, en nuestras vidas.
Pensamos que podemos controlarlo todo, dominar la naturaleza, derrotar o, al menos, retrasar y ocultar la muerte, pero esta experiencia nos enseña que todo esto es una mera ilusión. Y además es una ilusión peligrosa y negativa. Antes del coronavirus vivíamos como en un hechizo. Nos sentíamos omnipotentes, la técnica nos hacía creer que lo teníamos todo bajo control, libres de movernos, viajar y llenar cada momento de nuestro día con trabajo, deportes y amigos. De repente, un enemigo invisible e inesperado nos atacó, nos bloqueó y precipitó al mundo entero en una espera llena de angustia. No tenemos respuestas claras y esto nos desconcierta.
Hemos abolido el misterio. En nuestra sociedad, incluso la muerte está presente sólo como un espectáculo. La vemos con todo lujo de detalles en cine, televisión, dibujos animados y videojuegos, mostrada en todo momento precisamente para quitarle cualquier misterio y significado. Sin embargo, cuando la muerte llega de verdad, nos encuentra completamente desprevenidos. Hemos activado un mecanismo de evitación que tiene su origen en la falta de interioridad que vivimos todos los días.
La muerte para nuestra cultura es una anomalía, una incoherencia insoportable. Pasamos nuestros últimos días fuera de nuestra casa, en hospitales, conectados a maquinarias, ocultando el proceso del fin de la vida. Vivimos este momento de pasaje con miedo y angustia porque hemos perdido contacto con ello y no sabemos cómo procesarlo.
Consideramos que cualquier referencia a la muerte es de mal gusto, casi nadie se atreve a nombrarla de forma directa, por su nombre. Los ancianos y los moribundos son atendidos por el hospital. Los padres ya no hacen testamento y no dan las últimas recomendaciones sobre su lecho de muerte, reuniendo a la familia en un abrazo extremo y doloroso. Ya no hay espacio para los signos externos de la muerte. Lo importante es sufrir y morir en silencio, posiblemente sin molestar a los jóvenes sanos, que todavía tienen mucho para disfrutar.
En los Estados Unidos, las funerarias actúan para que los familiares casi no vean el cadáver. Tienen la tarea de hacer que desaparezcan todos los objetos del difunto, en un plazo de dos días, incluidos los muebles, para que los familiares, al regresar a casa, ya no encuentren nada que les recuerde al fallecido. Los humanos, escribió Blaise Pascal, “al no poderse curar de la muerte, han decidido, para vivir felices, no pensar más en ella«.
Por el contrario, el dolor es una parte integral de la vida, un rasgo esencial y no accidental. Pero, como no tiene una explicación racional, hemos decidido taparnos los ojos: sufrimos, morimos, pero no tenemos que decirlo, ni mucho menos mostrarlo.
No obstante, a menudo la importancia de algo resulta evidente por el silencio que lo rodea. No hablamos de muerte y dolor precisamente porque nos ocupan la mente casi todo el tiempo, pero no los entendemos y esto nos provoca miedo y desamparo. Representan un desafío permanente, una pregunta sin respuesta. ¿Cuál es el significado del sufrimiento en un mundo que el ser humano afirma tener todo bajo control? Se nos escapa, a pesar de todas las promesas de la ciencia y la tecnología. Nada ha cambiado, en la superficie, desde los tiempos de Homero o la Biblia. De hecho, incluso desde el hombre prehistórico que pintó las cuevas de Altamira.
Hoy el dolor ya no se acepta como una oportunidad para mejorar, sino que se hace todo lo posible para ahuyentarlo, ignorarlo o negarlo. Se pretende eliminar la diferencia entre salud y enfermedad, casi como si admitir la existencia de la enfermedad, la discapacidad, la debilidad o la impotencia fuera una aceptación de la injusticia, de la discriminación. La vida, según la mentalidad moderna, solo tiene valor en condiciones óptimas. La vejez, que es un proceso natural, ya se considera con sospecha, incluso con disgusto o desagrado, y por lo tanto es rechazada.
El sufrimiento, cristianamente hablando, es un misterio. Los problemas pueden resolverse, si no hoy, mañana; el misterio, no. El misterio se tiene que aceptar, porque trasciende las posibilidades de entendimiento humanas. El verdadero misterio permanece, es perenne y sirve para interrogarnos sobre nuestra naturaleza.
Esta es la idea fundamental que, con la secularización, se ha perdido gradualmente: que el dolor no es inútil. Por el contrario, es el sufrimiento el que enseña a las personas el valor de la humildad. Es el sufrimiento el que nos recuerda cuán frágiles somos, cuán imperfectos somos. Educar a tolerar la frustración del límite tiene un valor insustituible. Evitar las emociones como el miedo, la pena y la angustia nos hace incompetentes y vulnerables ante las inevitables dificultades de la vida y su maravillosa precariedad.
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