El filósofo y matemático estadounidense Bertrand Russell declaró: “Una de las cosas más dolorosas de nuestro tiempo es que quienes tienen certezas son estúpidos, mientras que quienes tienen imaginación y comprensión están llenos de dudas e indecisiones”. Estas dos caras de la modernidad han sido estudiadas y de alguna manera clasificadas en dos fenómenos antitéticos.
Por un lado encontramos el efecto Dunning-Kruger, que es el fenómeno por el que muchas personas tienden a sobrestimar sus conocimientos, a pesar de que son muy limitados. Los dos investigadores explicaron este efecto precisamente a la luz de la incompetencia de los sujetos: cuanto más incompetente es alguien sobre un tema, más incapaz es de dominar aquellas estrategias metacognitivas que le permitirían una mayor conciencia de sus límites.
La otra cara de la moneda es el llamado síndrome del impostor, un fenómeno que de alguna manera impide que se compensen los daños causados por el efecto Dunning-Kruger. De hecho, muy a menudo quienes son verdaderamente competentes, formados e informados no hacen valer sus razones, dejando campo libre a la arrogancia de los incompetentes.
En 1978, Pauline Clance identificó el fenómeno en un grupo de mujeres exitosas que no se sentían merecedoras del rol que ocupaban. Posteriormente se observó que el síndrome del impostor no se manifiesta sólo entre las mujeres, sino entre un amplio segmento de la población formada e instruida y que ocupa roles de responsabilidad en diversos sectores. Clance también ha desarrollado un test que permite comprender si se padece esta condición.
En un artículo del Harvard Business Review, Manfred F.R. Kets de Vries define el síndrome como «la otra cara del talento» y señala que «hace que muchos líderes trabajadores y capaces crean que no merecen su éxito». La sensación afecta tanto a los que lideran un equipo por primera vez como a los que ya han conseguido y madurado cierta experiencia.
Los ‘impostores’ creen que sus éxitos se deben más a factores externos que internos: al no creerse merecedores de promociones, premios y recompensas, se ven a sí mismos como estafadores. A menudo, justifican sus éxitos minimizando los estándares alcanzados o asignando los méritos a otras personas o a factores no relacionados con sus habilidades. Quienes padecen el síndrome son conscientes de cómo son vistos por los demás pero no sienten que eso sea cierto, consideran los méritos que se les atribuyen como una falsa gratitud.
Se trata de una mezcla de culpa por los objetivos alcanzados, falta de introyección del éxito, miedo a la evaluación y sentimientos de indignidad e ineficacia profesional y formativa. Todo esto lleva al individuo al temor de ser ‘desenmascarado’. De esta forma, se crea un círculo vicioso: el ‘impostor’ no se siente merecedor de reconocimiento profesional y, al intentar no ser descubierto, aumenta el control y el perfeccionismo, elevando mucho los estándares a alcanzar, fijándose metas poco realistas. El esfuerzo por alcanzarlas produce ansiedad y frustración, lo cual aumenta la percepción de no merecer el éxito y los logros.
Todo esto puede llevar al individuo a adoptar distintas máscaras:
- El perfeccionista: se pone expectativas muy altas, no admite margen de error.
- El talentoso: se obliga a acertar al primer intento sin esforzarse, quiere aparecer ante los demás como un talento natural. Incluso Miguel Ángel era así: «Si la gente supiera lo duro que trabajé para conseguir mi maestría, esta no parecería tan maravillosa, después de todo”.
- El solitario: pretende alcanzar los objetivos sin colaborar con nadie, por miedo a qué descubran el ‘farol’ que está convencido que representa.
El fenómeno se ha relacionado con los antecedentes familiares. Harvey y Katz (1985) encontraron que el síndrome del impostor es más frecuente en individuos que son los primeros en la familia en lograr importantes hitos profesionales o educativos o en superar las expectativas de los demás. Los estilos educativos también parecen incidir: en universitarios con este síndrome, los investigadores han encontrado una correlación con la falta de cuidado parental en la infancia, pero también con la presencia de un padre excesivamente controlador.
Como surge de los estudios realizados en particular por la Dra. Valerie Young, el origen del síndrome del impostor es, sin embargo, ante todo social y debe buscarse en la cultura y en los modelos aprendidos e introyectados. Según Young, es el resultado de la diferencia de potencial entre quiénes somos y cómo sabemos que deberíamos ser. Es decir, nos sentimos impostores porque nuestra imagen y trayectoria profesional no se ajustan a un ideal que nos transmitió el modelo cultural al que pertenecemos.
Sin embargo, ya desde los primeros estudios sombra del tema quedó claro que los grupos más afectados por el síndrome del impostor coincidían con los de mayor riesgo con respecto al tema de la inclusión. En su biografía, Michelle Obama afirma que se sintió inadecuada para su primer trabajo como abogada, ya que no veía a mujeres afroamericanas a su alrededor cubriendo ese cargo. Según una encuesta de KPMG, hasta el 75% de las mujeres ejecutivas ha experimentado el síndrome del impostor durante su vida profesional y el 85% cree que este sentimiento es una experiencia común de las mujeres en el mundo corporativo.
En realidad, tanto hombres como mujeres tienen la misma probabilidad de sufrir el síndrome en el trabajo, como sugiere un estudio de la Neoma Business School. Incluso Leonardo da Vinci pensó que no estaba a la altura de su fama: «ofendí a Dios y a la humanidad porque mi trabajo no alcanzó la calidad que debería tener». O Albert Einstein: “la consideración exagerada en la que se tiene todo mi trabajo me incomoda y a veces me hace sentir como un fraude, aunque sea involuntariamente”.
Por otro lado, según los resultados de un estudio publicado en el International Journal of Behavioral Science, el 70% de los Millennials ha renunciado a algo al menos una vez durante su carrera porque consideraba que no daba la talla. Las nuevas generaciones están más expuestas al síndrome del impostor porque buscan morbosamente realzar su propia vida comparándola con la de los demás, un vórtice de autodeterminación exógena empujado al más alto nivel por las redes sociales y su estructura piramidal que premia exclusivamente la perfección.
Cualquiera, por lo tanto, puede sufrir el síndrome del impostor, independientemente del género, la edad y el rol. De hecho, los trabajadores en altos cargos tienen más probabilidades de sufrir el síndrome que el promedio. Lo evidencia una investigación de Asana, según la cual casi dos tercios (62%) de los trabajadores del conocimiento en todo el mundo dicen haber sufrido de este problema, una tendencia acentuada por el aislamiento impuesto por la pandemia.
El síndrome agota los recursos personales, empobrece, haciendo que quien lo padece sea incapaz de utilizar sus habilidades y talentos para progresar. Además, tiene un efecto negativo sobre la creatividad. De hecho, dado que los ‘impostores’ temen ser avergonzados, son más reacios a mostrar su lado creativo. Esto produce un problema sistémico que puede ser verdaderamente dañino para una organización. Es como viajar con el freno de mano puesto. Sentirse ‘insuficientes’ lleva a las personas a no dar un paso al frente, a no dar su opinión y aportar innovación, y a no proponerse para roles que les permitan resaltar su propio valor.
Ser conscientes de la existencia del síndrome del impostor, como problema cultural y sistémico, es el primer paso. El segundo es promover una cultura incluyente, capaz de premiar las ideas y el talento y de proporcionar las herramientas necesarias para la formación. Además, es necesario planificar acciones de mentoring, que acompañen a los más jóvenes a donde nunca pensaron que podrían llegar; y acciones de sponsorship, que permitan ocupar puestos de alto nivel a quienes lo merecen, independientemente de sus características culturales, sociales y demográficas.
Por último, se debe estimular la cultura del role-model y del nudging (o teoría del empujoncito) para que la gente entienda que, como dice Kamala Harris, vicepresidenta de los Estados Unidos de América, puede que seas el primero en llegar a un puesto, pero es tu responsabilidad asegurarte de que no seas el último. Y nunca debemos olvidar lo que siempre se recordaba a sí mismo el poeta inglés Samuel Johnson: “No hay nada noble en ser superior a otra persona, la verdadera nobleza está en ser superior a la persona que éramos ayer”.