La economía digital se basa en un consumo compartido donde se compra poco y se alquila todo. La sharing economy es tanto el catalizador como el producto de un cambio profundo en el estilo de vida de millones de personas. Las nuevas generaciones son hijas de Internet, donde lo hacen todo, no le tienen miedo a lo desconocido y no se preocupan por la privacidad. Para ellos, la velocidad, el bajo coste y la conveniencia de la economía compartida son una realidad adquirida. Por el contrario, las empresas que no ofrecen estas ventajas están condenadas a una decadencia, quizás lenta, pero inexorable.
Uno de los primeros sistemas digitales de ‘consumo colaborativo’ fue Ebay, que llevó a la plena comercialización la intuición libertaria de algunos pioneros como Craiglist y Napster, donde se compartían bienes y servicios, eliminando a los intermediarios tradicionales.
En los últimos años, sin embargo, ha sido el crecimiento asombroso de compañías como Uber y Airbnb, que se han convertido en el símbolo de una tecnología económica destinada a ser disruptiva, acabando con algunos de los antiguos modelos de producción y oferta de servicios en varios sectores
Según las estimaciones de la consultora PricewaterhouseCoopers (PwC), se espera que la facturación de la sharing economy aumente hasta los 335 mil millones de dólares en los próximos 10 años. Y esto considerando solo cinco sectores: finanzas peer-to-peer, contratación de personal online, car-sharing, streaming de música y vídeo, hospitality. Los analistas de PwC esperan que el sector de mayor crecimiento sea el de lo préstamos online y de las microfinanzas, con un aumento del 63 por ciento durante la próxima década. Seguirá el +37% de los servicios virtuales de asignación de personal, la hospitality peer-to-peer (+31%), el car-sharing (+25%) y el streaming de música y vídeo (+17%).
Esta es la razón por la cual los capitales riesgo de EE.UU. se han lanzado a la conquista de estos ex unicornios, que en casi su totalidad ya han terminado en manos del 1 por ciento más rico de Silicon Valley. Es una contradicción en términos para compañías que nacieron con un espíritu fundamentalmente anarquista, de abajo hacia arriba, y terminaron siendo capturadas por una élite de multimillonarios y fondos de inversión atraídos por la idea más antigua del mundo: monopolizar los mercados en expansión y controlar su desarrollo.
Detrás de una pátina de innovación, el modelo económico de la sharing economy es cada vez más similar a una especie de feudalismo digital, donde los pioneros del sector utilizan su tiempo no para innovar, sino para proteger y ‘militarizar’ los territorios conquistados. La teoría económica básica explica muy bien que un monopolista de este tipo tenderá a cultivar y recaudar su renta, descargando los riesgos sobre los más débiles a lo largo de la cadena de creación de valor.
Así es como nacen distorsiones como, por ejemplo, la relación entre quienes trabajan y quienes brindan el servicio digital. A pesar de tener una flota de 160.000 conductores, Uber tenía tan solo 550 empleados directos a principios de 2014. Del mismo modo, Airbnb tiene poco más de 600 empleados, frente a los más de 300.000 de una cadena como Hilton Worldwide.
El riesgo de empresa recae totalmente sobre los trabajadores, considerados como ‘contratistas’ independientes sin ninguna relación directa con la empresa para la que trabajan. En la configuración actual de la sharing economy, ya no es la empresa, sino los trabajadores individuales los que cargan con cualquier problema relativo a la demanda o los precios, los que deben invertir en capital productivo, los que sufren las posibles consecuencias negativas de una transacción o los que pagan los daños causados por catástrofes imprevistas.
Es la gig economy, la economía de los trabajitos, de los alquileres de Airbnb a los mensajeros de Foodora (o de Deliveroo): el trabajador (freelance) pone el trabajo y asume los riesgos, mientras que el empleador (que, sin embargo, rechaza desdeñosamente esta definición) ofrece la plataforma en la que demanda y oferta se encuentran, obteniendo una comisión.
Salarios mínimos, vacaciones pagadas, licencias por maternidad y enfermedad, normas de despido y demás, son un derecho de los empleados, no de los ‘contratistas independientes’. Un análisis del Wall Street Journal habla de nuevo feudalismo y servidumbre, bajos salarios y derechos inexistentes. Horarios flexibles, sin un salario fijo y fáciles y baratos de despedir. La flexibilidad en el mundo Vuca es un valor positivo, pero la libertad no debería traducirse en una versión de explotación.
La economía colaborativa está cambiando la estructura del trabajo, pero no necesariamente la está mejorando desde el punto de vista de los derechos sociales. El trabajo no se puede dejar sin protección, y hará falta un esfuerzo de profundización para no destruir un modelo particularmente flexible que beneficia a la gran mayoría de los consumidores e incluso a muchos operadores.
La revolución de Internet se ha establecido por su fuerza intrínseca, derivada de la tecnología y del espíritu empresarial innovador, pero seguir ensalzando las virtudes del laissez-faire significa cerrar los ojos delante de una serie de distorsiones que pueden limitar el progreso y también disminuir drásticamente la calidad del trabajo. Favoreciendo además fuertemente a esa élite ya que el propio modelo se solapa sobre sí mismo y acaba siendo de “ganador único”.
La esperanza es que el valor indudable creado por la sharing economy se pueda distribuir de manera más uniforme entre clientes finales, empresarios, micro-empresarios (o casi-empleados) y el Estado, a través de la progresiva normalización de los regímenes regulatorios y fiscales. Hay que aprovechar la fuerte simplificación de los procesos, que permite la digitalización, y proporcionar una definición más clara de los derechos y responsabilidades, lo que daría lugar a una competición más rica, y si más no, más equilibrada.