A menudo, para representar el carácter de un directivo de alto perfil, se utiliza la imagen de un tiburón: frío, insensible, decidido, cruel, sanguinario, con una hilera de dientes listos para despedazar a su próxima víctima. En cambio, cada vez más profesionales creen que ya hoy en día, y totalmente seguro en el futuro, para ser un buen líder se debe aprender a ser humilde. No lo afirma ningún idealista exaltado con la cabeza en las nubes, si no, entre otros, Nitin Nohria, decano de la Harvard Business School.
Sin embargo, nuestra sociedad celebra la arrogancia, la presunción y la atención desmesurada a uno mismo. La gente se vuelve más y más competitiva, con más necesidad de atención, narcisista, obsesionada por la apariencia y egoísta. Y es que la soberbia, hay que acordarse, se preocupa de quién tiene la razón, la humildad de lo que es correcto.
La repulsión instintiva que muchos directivos o aspirantes tienen hacia la palabra ‘humildad’ – que nos despierta inevitablemente un concepto religioso que evoca sujeción, sometimiento, humillación – proviene de un malentendido fundamental: humilde no es quien piensa poco de sí mismo, sino quien piensa poco en sí mismo. Y en esta definición encontramos la inclinación al trabajo en equipo, a la escucha del cliente y de los empleados, a la atención a las dinámicas externas, a la posibilidad real de aprendizaje continuo: sin duda unas excelentes cualidades en un líder.
El hecho es que muchos directivos muestran una excesiva confianza en su fuerza de carácter, seguros de que podrán hacer frente a cualquier problema o ‘tentación’ y, por tanto, evitan la confrontación de pareceres. Pero si nos basamos sólo en un único punto de vista, el nuestro, corremos el riesgo de dejar de lado la visión de conjunto de los problemas y todas nuestras decisiones serán tomadas de manera jerárquica y no relacional. Esta actitud, sin darnos cuenta, nos aparta del mundo y nos impone la ilusión de ser invencibles y perfectos, lo que es justamente la antesala del fracaso.
En un estudio realizado por Martin Seligman, fundador de la Psicología Positiva y autor de «Virtudes y Fortalezas del Carácter«, la humildad se caracteriza de esta manera:
Una conciencia profunda de nuestras habilidades
La capacidad de reconocer nuestros errores, deficiencias, límites
La apertura a nuevas ideas, sugerencias contradictorias
Un enfoque no exclusivo sobre nosotros mismos
La capacidad de apreciar la contribución de los demás
Los líderes servidores a veces subestiman sus capacidades de liderazgo, en comparación con la forma en que sus seguidores les ven, confirmando así su naturaleza humilde.
El líder humilde no sólo es más apreciado, como es fácilmente imaginable, sino que también es el más eficiente. Los líderes de cualquier rango saben que la capacidad de reconocer los propios errores, de resaltar el potencial de sus subordinados y de proporcionar un buen ejemplo son la pieza central de un liderazgo eficaz. Y consideran que esos tres comportamientos son potentes predictores de la capacidad de crecimiento de una organización.
Por tanto, ser humilde no tiene por qué ser una cualidad exclusiva de líderes espirituales o políticos emblemáticos, la humildad en el mundo de los negocios es un valor poderoso y portador de eficiencia y resultados, sobre todo, si va acompañada de visión y voluntad.
Los líderes pueden amplificar el efecto de sus acciones si proporcionan feedback y favorecen la autonomía de sus seguidores, incluso permitiendo que se equivoquen. Éste comportamiento genera más respeto y consigue que los empleados sean más comprometidos.
Sorprendentemente, el valor de la humildad es más evidente cuando el líder se encuentra en una alta posición de poder y no tanto en las filas inferiores, donde los aspectos tradicionales del management, la jefatura eficiente puede parecer ser suficiente. Cuanto más se asciende en la escala jerárquica, la humildad se vuelve más relevante. Los líderes humildes se benefician de una cultura más abierta donde el aprendizaje, la honestidad y la escucha ganan protagonismo.
Esto significa que para subir a la cima de la pirámide, no siempre es posible beneficiarse de la humildad. Pero, una vez alcanzada una posición de poder, ser humilde puede ayudar a ser más eficaz en la consecución de los resultados.
Una de las características de ser humilde es tener un sentido más bajo de la reivindicación. La gente humilde no cree que las cosas les sean debidas, sino que piensa que tiene que conquistarlas, en igualdad de condiciones con los demás. Esto les lleva a tener una perspectiva sobre el mundo menos contaminada por los prejuicios, lo que les anima a ser tolerantes con los demás y menos atados a sus creencias. Lo cual no significa ser permisivos, sino dominar la asertividad, es decir, luchar con generosidad (otro concepto clave) por lo que creemos que nos merecemos, respetándonos a nosotros y a los otros. La humildad, de hecho, ayuda a reforzar y/o reparar las relaciones y a construir lazos más fuertes entre las personas.
Lo que hace la diferencia, finalmente, es cómo el líder se relaciona con los empleados, invitándoles a expresar sus pensamientos y sus opiniones, sin la necesidad de apagar todas las discusiones inmediatamente. Las discusiones, de hecho, pueden ser un eficiente campo de ensayo donde afinar o valorar las dotes de un potencial ‘leader servant’. Tener buen autocontrol, es una de las claves para una vida exitosa y algunos estudios han encontrado que una atención obsesiva hacia uno mismo puede conducir paradójicamente a un auto-control inferior. Por tanto, la humildad no beneficia sólo a los directivos, sino también a los empleados. La honestidad y la humildad, así como la capacidad de escucha, son buenos predictores del rendimiento en el trabajo de las personas.
El ‘líder servidor’ es también el que prefiere alentar, en lugar de comandar, siempre ofreciendo nuevas oportunidades de crecimiento a los empleados, en una búsqueda constante de otros líderes a los que pueda delegar tareas y compromisos.
Este tipo de líder puede llegar a un consenso muy fuerte y generalizado, principalmente a través de la persuasión, interactuando con los empleados de forma individual y creando un vinculación que, a menudo, trasciende el trabajo.